Por Joan Francesc Peris, Portavoz de Los Verdes
El PP que tanto tiempo hace que nos mal gobierna, concretamente desde 1995, ya demasiado, ahora quiere aprobar una ley de señas de identidad dice que valencianas, a la contra de todos aquellos que piensan de manera diferente a ellos. Así, van a dar carácter de ley autonómica definitoria de lo que es ser valenciano a una serie de tópicos, de términos acientíficos, de prácticas festivas cada día más rechazadas por las nuevas concepciones éticas de la moderna ciudadanía. Es para el PP repetir la maniobra “anticatalanista”, ahora también antiecologista, ante la proximidad de unas elecciones municipales y autonómicas, que pintan bastos para sus actuales mayorías absolutas y que, hasta ahora, les ha funcionado. Para el PP, en resumen, ser valenciano va a ser sinónimo de; comedor de paella, ir un domingo de mayo a la Plaza de la Virgen de los Desamparados, visitar una vez en la vida el Monasterio de la Valldigna, amar las corridas de “bous al carrer”, pedir el trasvase del Ebro y sobre todo, ser contrario a los catalanes que nos quieren robar la lengua valenciana, que es mucho más antigua, desde los íberos.
Leí hace muchos años el que es para mí uno de los mejores premios de ensayo Octubre: aquel de Pere Sisè, de un colectivo de profesores universitarios, de 1976, que hablaba justamente de las razones de identidad del País Valenciano y, estos días, cuando este PP que padecemos se ha puesto a trabajar en esta nueva irracionalidad jurídica, me ha venido a la memoria. Porque si alguna seña de identidad tenemos el pueblo valenciano actual justamente es nuestra debilidad como pueblo, nuestra desdichada mala suerte histórica, la incultura generalizada de la gente favorecida por los poderes y la poca firmeza o demasiado miedo ante las clases dominantes. El PP gobierna tantos años nuestro País, precisamente porque la mayoría de la gente no tiene ninguna voluntad ni sentimiento de ser valenciano como hecho nacional y, por tanto, político. Desde que hay escuelas públicas en el siglo XIX, hasta la llei d’Ús i Ensenyament del Conseller Císcar del año 1983, ni se había hablado el valenciano en la escuela y, mucho menos, se había contado la historia desde el punto de vista de los eternos perdedores, las clases populares, artesanales, trabajadores y heterodoxas. Antes sólo tenían acceso a la educación, los hijos de los poderosos.
Derrota trás derrota y las consiguientes represiones de los vencidos nos han convertido en un pueblo miedoso, arrodillado y pasivo. Son frases repetidas popularmente definitorias de la cultura popular valenciana aquellas de “el que saca la nariz, se la cortan”, “¡chico !, ¡que tienes que hacer!”, “Por donde pasan unos, pasaremos los demás”, “lo que no deja, dejarlo “, ” la política, para el que viva de ella “… El miedo, el abandonismo y la conciencia de que los que mandan se aprovechan personalmente del poder son rasgos arraigados en nuestra cultura. Esto no se atreverá a ponerlo en la ley el PP, por qué es una de las razones sociológicas que explican cómo, a pesar de toda la corrupción política, han seguido ganando por mayoría.
Aquí, desde el siglo XV, no han ganado nunca las clases populares, los rebeldes, los alternativos, aquellos que aspiraban a un nuevo mundo o tenían otros intereses económicos a los de las clases dominantes. Persiguieron y expulsaron a los judíos cuando eran los más emprendedores en el comercio, en la ciencia, en la literatura y habían sido uno de los fundamentos de la hegemonía comercial valenciana del Siglo de Oro valenciano. Derrotaron la incipiente burguesía comercial y artesanal en las Germanías. Expulsados los moriscos a principios del XVII, valencianos desde el siglo VIII: toda su sabiduría agrícola, gastronómica y artesanal la perdíamos por decreto. La Guerra de Sucesión consolidaba el poder central absolutista, acababa con todas las instituciones forales valencianas y suponía la castellanización total de la ciencia, la enseñanza y de gran parte de la sociedad y el reforzamiento del poder feudal de la gran nobleza. Así, se nos separaba de la evolución de otros pueblos donde justamente pasaba lo contrario y era la burguesía, la clase modernizadora entonces, la que iba ganando espacios y batallas al feudalismo y consolidando un nuevo sistema económico y, con él una conciencia colectiva nacional, de pueblo, por encima de los estamentos cerrados medievales. Después, tampoco tuvieron suerte en la Guerra del Francés y volvió a costar mucha sangre de liberal y campesino sublevado contra la injusticia del absolutismo que representaba Fernando VII. La Guerra Civil y el franquismo acabó de redondear un proceso histórico de derrotas que nos han llevado a una cultura totalmente ajena a las antiguas raíces y a una sociología mayoritariamente pasiva y poco combativa. No, no hay pueblo valenciano como formación política y social con conciencia nacional y, justamente por eso, es muy complicado que nos pongamos de acuerdo en cuáles son nuestras señas de identidad.
El PP, sucesor actual de los ganadores de siempre, que cuando miran a la entrada de las Cortes Valencianas el cuadro de la Batalla de Almansa que encomendó para su mayor gloria el primer borbón, aquel de infausta memoria, Felipe de Anjou, no se olvidan de que ellos son herederos de la victoria de aquel rey francés y, ahora, pueden hacer esta ley definitoria de como ellos quisieran que fueran los valencianos para siempre, porque así les seguirían dando las mayorías absolutas que tan bien les han venido para sus negocios y no se atreverían nunca a derribarlos del poder social e institucional.
Pero, hoy, en esta democracia, también muy débil como los valencianos, rellena de corrupción y con una crisis económica estructural de la que no se ve salida, por mucho que se enteste Rajoy en decir lo contrario, la única seña de identidad que nos une es la indignación con el sistema, con la mayoría de los políticos que han hecho lo que siempre han hecho, aprovecharse del poder, y, quizás, sea la esperanza de aquellos pocos valencianos, catalanohablantes o castellanohablantes, que no habíamos perdido, a pesar de tanta derrota, la voluntad de que se pueden cambiar las cosas y que habíamos hecho nuestras las banderas de los maulets de todos los tiempos y de que un nuevo País es posible.